Conocí a un hombre que tenía una mirada profunda, sus ojos eran de un café intenso que el tiempo fue pintando de gris. Tenía manos fuertes, de hombre antiguo. Trabajador. Uno de esos que parece serio siempre, pero cuando sonríe ilumina el sitio donde esté. Un hombre a blanco y negro, como el de mis sueños de niña pero con rostro.
Aquel hombre me heredó gustos, ideas, tristezas y amores. Me hizo lo que soy y me dio consejo cuando me perdí en el camino. Me enseñó la lección más grande a los 5 años, cuando una moneda extranjera y pequeña sirvió de analogía de vida.
Me bautizó con el apodo perfecto que años más tarde se convertiría en tatuaje. Ese hombre; padre, hermano, amigo, esposo y abuelo, fue mi favorito. Me quitó el sueño muchas veces. Me hizo adicta al café y a las cartas. Me habló de platos verdes, de piernas blancas, de caminos y arboles, me contó sus sueños. Creí nunca conocer a nadie como él.
Después de llorarle a un hombre con acento durante un tiempo, me hice una lista mental de las cualidades que debía tener un chico. Me boicoteé un poco al poner cosas tan específicas; nombre, edad, complexión, gustos musicales, preferencias en comida, señas particulares, carácter, manos, tipo de voz, talentos… un montón de cosas que conformaban al hombre perfecto en mi cabeza, ese que me empeñé en idealizar porque supe que sería difícil, casi imposible encontrar.
He pasado los últimos años pensando que no quería muchas cosas. Ahora parece que esa lista en mi cabeza no me deja ni un momento en paz. Sé que es él, sé que no puede ser coincidencia. No necesito más razones. Lo quiero en mi vida y quiero formar parte de la suya.
Besos con tinta, Lou